Ayer, nada más levantarme, como todas las mañanas, abrí mi Twitter (ahora X) para ver qué pasaba en el mundo, y me encontré con una noticia que jamás hubiese querido ver, aunque era consciente de que pasaría más pronto que tarde. Aunque esté sonando muy tremendista, no era una muerte ni nada parecido, era que Andrés Iniesta se retiraba del fútbol. En mi mente, por estar en ligas que, obviamente, no sigo, ya estaba retirado, pero aún así fue como un choque de realidad. El Manuel de 11 años, el que le pedía por favor a su madre que le dejase acostarse un poco más tarde y ver la segunda mitad de los partidos de Champions, moría. Andrés, aunque estuviese Leo (que sabía que era el mejor), era el futbolista al que más mis ojos se iban. Le miraba embobado, intentando descifrar cómo hacía todo tan fácil y tan bonito. Adoraba verle patinar sobre el césped. Ese Manu de 11 años siempre estaba deseando que llegase el partido del Barça para poder ver a ese tío de aspecto tan común, sin ninguna extravagancia, deslizarse por el verde. Yo era centrocampista y me fijaba mucho en todos, pero Andrés era algo especial. Generaba en mí algo distinto. Generaba que le quisiera imitar, cosa que no me pasaba con ningún otro. Y mis ojos, esos ojos de un niño de 11 años que no tenía ni idea de análisis sobre fútbol ni nada, creo, no se equivocaban. Iniesta fue algo especial, único. De los 4 que se habla siempre (Modrić, Iniesta, Xavi y Kroos), yo tengo clarísimo que fue el mejor de todos, y no por poco precisamente.
Manuel Rodríguez Rosales (Pontevedra, 2001) es estudiante de Turismo. Apasionado del fútbol y siempre tratando de entender los porqués.